lunes, 20 de julio de 2009

La maledicencia Capítulo III. El hombre mediocre

A mis detractores cuya vileza y cretinismo
ha fortalecido mi labor como editor de
Revista USAC
R. G.


Rafael Gutiérrez
COLUMNA INVITADA

Si se limitaran a vegetar, agobiados como cariátides bajo el peso de sus atribu­tos, los hombres sin ideales escaparían a la reprobación y a la alabanza. Circunscritos a su órbita, serían tan respetables como los demás objetos que nos rodean. No hay culpa en nacer sin dotes excepcionales; no podría exigírseles que treparan las cuestas riscosas por donde ascienden los ingenios preclaros. Merecerían la indulgencia de los espíritus privilegiados, que no la rehúsan a los im­béciles inofensivos. Estos últimos, con ser más indigentes, pueden justificarse ante un optimismo risueño: lerdos en todo, rompen el tedio y hacen parecer la vida menos larga, divirtiendo a los ingeniosos y ayudándolos a andar el camino. Son buenos compañeros y depositan el vaso durante la marcha: habría que agradecerles los servicios que prestan sin sospecharlo. Los mediocres, lo mismo que los imbéciles, serían acreedores a esa amable tolerancia mientras se mantuvieran a la distancia cuando renuncian a imponer sus rutinas son sencillos ejemplares del re­baño humano, siempre dispuestos a ofrecer su lana a los pastores.

Desgraciadamente, suelen olvidar su inferior jerarquía y pretenden tocar la zam­poña, con la irrisoria pretensión de sus desafinamientos. Tórnanse entonces peligrosos y nocivos. Detestan a los que no pueden igualar, como si con sólo existir los ofen­dieran. Sin alas para elevarse hasta ellos, deciden rebajar­los: la exigüidad de la propia valía les induce a roer el mé­rito ajeno. Clavan sus dientes en toda reputación que les humilla, sin sospechar que nunca es más vil la conducta humana. Basta ese rasgo para distinguir al doméstico del digno, al ignorante del lúcido, al hipócrita del gallardo, al servil del insobornable, al rastrero del insumiso, al oportunista del inquebrantable, al que usufructa su alma y hasta su cuerpo en aras de obtener mezquinos beneficios materiales del que piensa y trabaja en aras de una arraigada vocación creativa. Los lacayos pueden medrar en la fama; los hombres excelentes no viven de vidas ajenas.

Los mediocres, más inclinados a la hipocresía que al odio, prefieren la maledicencia sorda a la calumnia violen­ta. Sabiendo que ésta es criminal y arriesgada, optan por la primera, cuya infamia es subrepticia y sutil. La una es audaz; la otra cobarde. El calumniador desafía el castigo, se expone; el maldiciente lo esquiva. El uno se aparta de la mediocridad, es antisocial, tiene el valor de ser delincuen­te; el otro es cobarde y se encubre con la complicidad de sus iguales, manteniéndose en la penumbra.

Los maldicientes florecen doquiera: en los cenáculos, en los clubs, en las academias, en las familias, en las pro­fesiones, acosando a todos los que perfilan alguna origi­nalidad. Hablan a media voz, con recato, constantes en su afán de taladrar la dicha ajena, sembrando a puñados la semilla de todas las yerbas venenosas.

El maldiciente, cobarde entre todos los envenenadores, está seguro de la impunidad, por eso es despreciable. No afirma, pero in­sinúa; llega hasta desmentir imputaciones que nadie hace, contando con la irresponsabilidad de hacerlas en esa forma. Miente con esponta­neidad, como respira. Sabe seleccionar lo que converge a la detracción. Dice distraídamente todo el mal de que no está seguro y calla con prudencia todo el bien que sabe.

No respeta las virtudes íntimas ni los secretos del hogar, nada; inyecta la gota de ponzoña que asoma como una irrupción en sus labios irritados, hasta que por toda la boca, hecha una pústula, el interlocutor espera ver salir, en vez de len­gua, un estilete.

Sin cobardía no hay maledicencia. El que puede gritar cara a cara una injuria, el que denuncia a voces un vicio ajeno, el que acepta los riesgos de sus decires, no es un maldiciente. Para ser­lo es menester temblar ante la idea del castigo posible y cubrirse con las máscaras menos sospechosas.

Los peores son los que maldicen elogiando: templan su aplauso con arremangadas reservas, más graves que las peores imputa­ciones. Tal bajeza en el pensar es una insidiosa manera de practicar el mal, de efectuarlo potencialmente, sin el valor de la acción rectilínea.

Esos oficios tienen malignidades perversas, en el hombre mediocre, por su misma falta de gallardía.©

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